Valentine Penrose, escribió Alejandra Pizarnik, ha recopilado documentos y relaciones acerca de un personaje real e insólito: la condesa Báthory, asesina de 650 muchachas. Sin alterar los datos reales penosamente obtenidos, los ha refundido en una suerte de vasto y hermoso poema en prosa. La perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son tan evidentes que Valentine Penrose se desentiende de ellas para concentrarse exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje. No es fácil mostrar esta suerte de belleza, Valentine Penrose, sin embargo, lo ha logrado, pues juega admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia. Inscribe el reino subterráneo de Erzsébet Báthory en la sala de torturas de su castillo medieval: allí, la siniestra hermosura de las criaturas nocturnas se resume en una silenciosa de palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos.
En el norte de Italia, un jardín secreto y prohibido es el marco de intrigas que florecen en ese escenario tan exuberante como letal. Vergel maldito donde el amor será el señuelo acechado por el arreglo florar de venenos y trampas en profusión. Tanto el romanticismo bucólico de Hawthorne como el lirismo de Octavio Paz desplegarán —en cuento y pieza teatral respectivamente— los elementos de seducción y de acechanzas invertidas, en trabajos literarios, que, pese a variar el registro narrativo, comparten escenario y personajes, puesto que la trama de ambos hunde sus raíces en una antigua leyenda india del siglo IV d.C.
Un jardín maléfico circunda una casona en la que el tiempo salta, abrupto, desde la ordenada linealidad de los relojes para lanzarse a la ferocidad del desconcierto. Habitan este enclave elementos como el laberinto, el doble, la espectral línea entre la vida y la muerte que, al difuminarse, hace brotar lo ominoso y genera un Aura poblada por sombras ambiguas y silencios enmohecidos. Los collages de Alejandra Acosta intensifican los contrastes, resaltan la decadencia del esplendor victoriano, le dan forma tangible a ese espejismo en forma de oasis que nos adentra en sus arenas movedizas.